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sábado, 20 de febrero de 2010

La escuela del orden y la libertad.

   "Esto es una escuela, no una cancha de fútbol", nos decía la maestra ante una palabra desubicada. "Esos no son modos de comportarse para una mujer", reprendía a una compañera por un modal que consideraba no apropiado.


   Aquella escuela nos ordenaba, nos ubicaba en un mundo con reglas en el que las cosas se hacían de un modo y no de otro. Era autoritaria en algún sentido y podía ser estigmatizadora cuando sentenciaba. Nos presentaba un mundo previsible, con pautas que bajaban nuestros niveles de incertidumbre y nos aseguraban que la sociedad era de un modo.

   Así pasamos meses con una tabla periódica de elementos que no entendíamos para qué servía, horas de análisis sintáctico, de fechas y nombres que no nos decían demasiado. Pero existía un orden social que establecía que los profesores decidían lo que debíamos aprender y el consenso del mundo adulto lo avalaba.

   Las últimas décadas se caracterizan por la flexibilización y disolución de ese orden: no queremos obedecer y preferimos consensuar, elegir, más allá de las normas sociales. Queremos ser originales, creativos e innovadores.

   En un artículo publicado en La Nacion en 2004, Jacques Attali decía: "El valor dominante de las sociedades actuales es la libertad. ¿Qué significa en nuestras sociedades la libertad? La libertad es tener el derecho de cambiar de vida. Y quien dice derecho a cambiar la vida dice reversibilidad, es decir, precariedad. Muy poca gente se da cuenta de que el otro nombre de la libertad es precariedad. Cuando decimos que nuestras sociedades producen empresas precarias, trabajo precario, parejas precarias, objetos precarios, sin saberlo nos estamos refiriendo a un aspecto estructurante del valor dominante en nuestro modo de vida: la libertad implica precariedad".

  En ese contexto hemos decidido formar chicos críticos, capaces de adaptarse al cambio, tomar decisiones con autonomía, ser ellos mismos sin sentirse condicionados por los mandatos y las pautas sociales.

  "La mayoría de los sociólogos explican que esto que llaman lo social no forma más la sociedad, es decir, no es más un conjunto organizado y coherente, un mecanismo regulando el conjunto de nuestros movimientos, un dios escondido que sería la sociedad misma", dice François Dubet. El especialista francés se pregunta si sigue existiendo eso que llamamos sociedad, cuando ese orden que incorporábamos deja de existir como tal dentro nuestro. Somos más libres, diversos, originales. ¿Seremos más felices?

   Los padres sienten que educan a los chicos como pueden más que como quieren. Todos declaran preferir que ellos elijan su propio camino, que sean críticos de la sociedad en la que viven. ¿Es eso lo que ellos quieren? ¿Les hacemos más fácil la vida?

   Es mejor una sociedad en la que los chicos preguntan, cuestionan, en la que se sienten libres para dialogar con los adultos. El problema es cuando los adultos no podemos contestarles lo que realmente pensamos, prohibirles lo que creemos que no les hace bien y darles pautas claras.

   Mi papá prendía la luz de mi cuarto a la mañana y me despertaba para ir a la escuela. No me preguntaba si quería, podía o debía. Me levantaba. Y creo que fue muy bueno para mí en ese punto no tener ese cuestionamiento cada mañana: era un problema menos, me lo había resuelto él, más allá de discutir muchas otras cuestiones.

   Entre los padres que no dialogan con sus hijos y los que dicen ser amigos hay unos que no dejan de ser la ley, el orden y, además, son capaces de dar afecto y contener. Entre aquella profesora inflexible y la que quiere ser compinche hay una que es capaz de escuchar, reflexionar y que, además, enseña y garantiza un encuadre de trabajo a los chicos.

   Entre la escuela del orden y la de la libertad como absolutos hay una con reglas claras, en la que los adultos son garantes, los chicos aprenden y disfrutan de hacerlo.

   Estamos ante el desafío de construir esa escuela y eso nos cuesta más a los adultos que a los chicos. Es más, ellos nos la están reclamando.

Por Gustavo Iaies


Para LA NACION

(El autor es presidente de la Fundación Centro de Estudios en Políticas Públicas, http://www.fundacioncepp.org.ar/)

Mi comentario: Los extremos nunca son buenos. Ni la enseñanza conductista de siglos atrás, donde los alumnos - tábula rasa, sólo eran considerados para llenarse de saberes, que poco importaba si los aprendían o no; ni la enseñanza actual, que dejan que los alumnos hagan lo que quieran, ausente total de valores. Lo que creo es que debe existir un punto medio, donde se tenga en cuenta las necesidades, intereses y potencialidades de los niños, pero sin perder el rol de maestro/profesor, que debe ser respetado como tal.
Jimena.

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